El Fin de los Días está cerca. Los signos son claros: los Testigos de Jehová andan mal de pasta. O de fe. O de ambos.
Bueno, o eso he deducido yo al abrir el buzón esta mañana. Hace años todavía tenían perras para meterte alguna estampita de esas con gente de todas las razas acariciando koalas y tigres de Bengala en el Jardín del Edén —casi, casi tan falsas como las imágenes promocionales de Marina d’Or— o, si tenían el día generoso, un ejemplar de La Atalaya.
Pero hoy me he encontrado un sobre blanco y dentro del mismo una escueta carta manuscrita. Llena de esperanza y fervor, aunque bastante cutre.
Esta gente se está quedando sin dinero. O van justos de fe y siguen dando la chapa, pero flojito. Tú imagínate que crees que para ir al Cielo tienes que predicar. Pero, a la vez, crees que al Cielo sólo entrarán 144.000 personas. ¿Qué harías? ¿Sigues predicando para ganarte tu sitio en el paraíso? ¿O dejas de hacerlo, no sea que ese gentil al que acabas de convertir termine siendo más santo que tú y te deja sin silla? O tiras por el camino del medio y predicas lo justito, con desgana… ¿Y cómo sabes si queda sitio todavía? Tú ahí, sin masturbarte, sin poder recibir una trasfusión de sangre, sin poder jugar al ajedrez ni escuchar un mísero disco de Black Sabbath en tu puta vida, y resulta que el autobús hacia el Cielo ya va más lleno que uno de Jiménez Dorado y te quedas en tierra.
Espera, que se me ocurre que puede ser peor. Supongamos que sólo pueden salvarse los 144.000 ungidos. Tú doblas la servilleta y, como has sido santo, vas al Cielo porque queda un sitio libre. Estás allí, de buen rollo, acariciando koalas —o lo que sea que se hace en el cielo de esta gente— y va y amocha alguien que ha sido más santo que tú. Corre el escalafón y, como el Cielo ha colgado el cartel de completo, te quedas fuera. Estar acariciando koalas y que te digan que ya podrás hacerlo más tiene que joder bastante.
Preguntas, preguntas…