Hace unos días, mientras caminábamos por el Paseo del Rastro, me recordaba el Camarada Bakunin que los espartanos lanzaban a los niños tróspidos por el Monte Taigeto para que sólo vivieran los considerados sanos, bellos y normales. Al menos, según el veredicto de una comisión de ancianos que, no nos engañemos, no eran más que un grupo de seres humanos con ciertos aires de nobleza, medio cegatos, prejuiciosos, sobornables y normales, sobre todo muy normales. (Vamos, lo mismo que siguen siendo la mayoría de las comisiones hoy día).

Al hilo de esta conversación, nos observaban las murallas como si asintieran. Sí, siempre lo hacen, porque de todos es sabido que quien calla otorga (ver imagen 1).

Manifestación por la Sanidad Pública en el Paseo del Rastro.

Para quien no haya tenido la inmensa suerte de nacer aquí, se hace saber que esos roquedales de la foto son los toboganes más apreciados por los niños abulenses*. A ver, llegas al mundo, empiezas a sentir la impronta caballeresca y guerrera que tiene la ciudad y ¿qué haces? Pues tirarte por ahí para ver si te matas o eres normal. Si te matas, eres defectuoso, como los pobres bebés espartanos. Si sobrevives, con tus chichones y arañazos, que de esos no te salva nadie, eres un buen abulense, o abulense de bien, o yo qué sé. Y así, a base de ensayo-error, es como se va formando la conocida «normalidad abulense» a lo largo de los siglos. Así que ya lo sabes: si vienes de visita y alguien te pregunta si eres «de Ávila de toda la vida», tú di que sí y sal corriendo. No preguntes.

Grupo de foráneos observando a un señor normal random de Ávila. De Ávila de toda la vida.

Tengo la impresión de que, como ningún niño, que yo sepa, se ha matado en esas piedras del Paseo del Rastro, se ha dado un fenómeno interesante por el que todo abulense cree que LA NORMALIDAD es lo suyo y lo de aquí (y la capital de Europa, el centro del sistema solar y del Universo, si me apuras). Vale, Cucharilla —me diréis—, no te flipes, que eso que dices es sólo una definición de paletismo o de provincianismo y se da en casi todas partes. Que sí… pero que esto es especial, de verdad. ¿Por qué? Sobre todo, porque no lo saben. No voy a caer en el tópico de que las murallas nos marcan carácter, nos aíslan y avanzamos con más dificultad. O —¿qué demoños?— sí que voy a caer. Serán las murallas, serán las cordilleras que la rodean o será el gas radón del granito que se nos mete en las neuronas, pero hay un ente difícil de eliminar que todos llevamos dentro y que nos acompaña allí donde vamos. (—¿De dónde eres? —De Ávila. —Se te nota.). Cuando sales, es cuando detectas que lo llevas ahí. Tomar conciencia es el primer paso y luego es cuestión de tiempo eliminarlo. No hace falta salir mucho para eso, pero tampoco es suficiente aquello de «ir de compras por allí y escaparme a ver un musical por allá porque todo está cerca». Tan cerca y tan lejos. Tampoco sirve el viajar en modo turista. Ayuda un poco, pero no entra en la categoría de «salir de Ávila» porque el ente interior es grande y profundo.

Y todo esto para contaros que casi me había desprendido de la cosa abulense cuando me tocó volver. Se van a cumplir dos años de esto. Y, hete aquí, ya puedo hacer un análisis de lo que ha sido sobrevivir estos meses siendo una completa anormal.

Muchos visitantes a lo largo de la historia han detectado ese aura por el que pareciera que no pasa el tiempo en esta ciudad. Eso puede ser algo lírico y bonito o un choque cultural. Cuando estando fuera, volvía un fin de semana, veía solo lo exótico y lo poético de un modo nostálgico. Porque «es un lugar extraño y trágico» que diría Orson Welles. Era el equivalente a venirdecomprasyaunmusical sin necesidad de relacionarme mucho con el entorno. Decir que Ávila se había quedado en lo medieval era exagerar, así que pensé que, a mi vuelta, me encontraría un lugar más o menos de su tiempo. Y sí, si tenemos en cuenta el tiempo geológico o astronómico, entonces puede que sí lo sea. Porque de su tiempo es, década arriba o, más bien, décadas abajo. Le calculo que va, generalizando, por los años noventa del siglo XX, salvo por algunas personas que delatan el error de continuidad (o fallo de racord). La gente de toda la vida sigue estando ahí. Y los demás. Y los modos de vida. Y la creencia en un mundo que ya no existe.

El grueso de la normalidad te observa, así que no te queda más remedio que rascar en lo que queda de esa niña que sobrevivió a la caída en el Rastro y decir de vez en cuando: «sí, mi tía abuela era fulanita que vivía en la calle tal» (aunque la vi sólo una vez de lejos) y entonces todo va bien, las miradas se relajan y la sospecha se detiene por el momento. Las comisiones de ancianos** a lo espartano se siguen reuniendo para comentar y dilucidar sobre éste o aquél que se sale del patrón. Los lugares de reunión pueden ser la panadería del barrio, un corrillo de vecinos o la cafetería de un centro de trabajo. Están por todas partes. Cualquier virtud queda en segundo plano frente al valor supremo: ser como ellos.

A veces, te cruzas con otros anormales y los reconoces. Da igual que seamos muy diferentes entre nosotros. No necesitamos saludarnos con los dedos juntos de dos en dos para saber lo que nos une: un sentimiento de otredad.

(La foto del señor normal random de Ávila es de Javi Calvo).

*Detalle de un tobogán:

**Donde ancianos quiere decir «aquellos individuos en los que más ha crecido el ente interior y detentan su sabiduría milenaria».

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